Adultos de mediana edad cuyos padres han fallecido.

La muerte de sus dos padres o alguno de ellos, es un motivo que causa un cumulo de emociones negativas. Además de la tristeza por el fallecimiento de los primeros objetos de amor –sus padres-, los hijos, los cuales una gran cantidad de ocasiones se encuentran entre los 40 y los 60 años, sienten una emoción ligada al desamparo, abandono y rabia, por lo menos en los primeros instantes que tienen conocimiento de su perdida.

En efecto, recién muertos sus seres más queridos y los individuos con los cuales ha tenido las primeros y mayores identificaciones, el adulto de mediana edad no tiene suficiente tiempo para asimilar afectivamente esta pérdida o para movilizar sus defensas racionales, provocando emociones tan intensas que tienen la capacidad de descompensarlo psicológicamente.

Algunos hijos no se recuperan a este choque emocional, ocasionando una aguda tristeza que puede convertirse en un trastorno depresivo o distímico, provocando malestar clínicamente significativo, deterioro social, laboral, familiar o de otras áreas importante de la actividad del individuo.

Otros hijos que tampoco se recuperan a esta muerte, desarrollan  comportamientos inadecuados que demuestran una no tramitación a nivel emocional. Esto se puede observar en aquellos que empiezan a realizar o intensifican severamente sus acciones compulsivas en cuanto a las temáticas de limpieza, persecución a su pareja, hábitos…, o trastornos somatoformes –dolencias  corporales que no se explican por afecciones orgánicas-.

Algunos cuantos, toman unas reacciones enteramente emocionales e infantiles, culpabilizando a sus padres o uno de ellos, por haberse muerto, alejándose y dejando solo a su hijo. Manera de sentir que puede cambiar en la medida que racionalizan mejor esta muerte, pero, aun así, seguirá determinando su malestar psicológico con su existencia.

Los hijos, adultos de mediana edad, que la muerte de uno y/o los dos padres, los ha desestabilizado tanto que ha provocado reacciones como las descritas anteriormente, requieren llevar a cabo un proceso terapéutico que ayude a gestionar las cinco etapas del duelo y a resolver el vínculo afectivo insano que tuvieron, a través del tiempo, con su figura o figuras parentales muertas.

El hecho que el hijo en esta etapa de la vida, se desequilibre tanto, puede indicar que no se siente capaz de asimilar emocionalmente su nuevo lugar, tanto para la cultura como para él mismo. Lugar en que deja de ser el hijo para convertirse en la persona con mayor nivel jerárquico en el grupo familiar, por lo cual  debe ofrecer lineamientos comportamentales y éticos.

Con la muerte del padre o madre, el hijo no tiene de quien referenciarse, aunque sea de forma imaginaria –el hijo se resguarda en la imagen de sus padres cuando ellos se encuentran con vida pero no pueden ofrecerle nada a nivel emocional o cognitivo puesto que tienen una incapacidad mental como trastorno de alzheimer, accidentes cerebro vasculares con daños notables en el procesamiento de información…-, para resolver sus dilemas, transformándose en su propio guía. Por otro lado, los nietos no tendrán su abuelo/a de quien conseguir enseñanzas, sino que el padre/madre ocupará ese nuevo lugar. La persona con mayor sabiduría dentro del entorno familiar.

El nuevo lugar también se encuentra relacionado con que el hijo es el encargado de sostener la marca o la imagen positiva de su padre/madre muerto ante la sociedad, ampliándola o modificándola mediante la creación de algo propio con efectos útiles tanto para sí mismo como para los demás.

Muchos descendientes no se sienten capaces para continuar con el legado de su padre o madre, combinándole características propias, o sea re significándolo según sus peculiaridades. Imposibilidad, ocasionada, además de, por el inmenso dolor producto de la muerte del ser querido -dolor incapacitante – , por un proceso de triangulación incompleto con sus dos padres.

Dicha triangulación inconclusa durante los primeros años, no permitió que el hijo interiorizará una separación funcional con sus figuras parentales, de tal manera que se concibiera como alguien distinto a ellos, pero al mismo tiempo, como alguien que necesita su vinculación afectiva cercana de manera continua.

La independencia fue construida primero a través de la dinámica de ausencia-presencia de la madre con su hijo y del proceso que dé el padre en la introducción de su hijo a un orden social, mientras que la interdependencia fue edificada cuando el hijo comprende que sus dos padres son un equipo de trabajo, y que el pequeño también es parte de un equipo de trabajo junto a sus dos figuras parentales.

La no significación sana de estos dos conceptos –interdependencia e independencia-, la cual tiene lugar por una triangulación edípica incompleta o inconclusa, repercute negativamente en diversas cuestiones, una de ellas tiene relación con las escasas herramientas emocionales, en la mediana edad -40 a 60 años- que tiene el individuo para implementar las cinco etapas del duelo ante la muerte de sus padres y para continuar el legado de ellos con un sello propio.

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