
El desarrollo del adolescente esta caracterizado por la paradoja de la originalidad. Ellos, por su desarrollo neuro-biologico y psicológico, se encuentran presionados por ser alguien diferente de sus figuras parentales, lo cual los acercaría cada vez más a su anhelada independencia.
Empero, el desarrollo social presiona para que el púber tenga modos de pensar, sentir y comportarse muy similares a la masa en que pertenecen o desean hacerlo. En este colectivo, cualquier síntoma de originalidad, puede ser castigado con el destierro.
La poca capacidad para resolver esta paradoja de manera funcional, puede ser una de las razones por las cuales los púberes transforman su imagen de forma constante a través de peinados, imposición de tatuajes, accesorios como aretes, piercing.., o variadas acciones que signifiquen algún cambio, más que todo en su parte corporal.
Dichos cambios, especialmente si son del desagrado de sus padres, pretenden formalizar la separación con ellos, pero, simultáneamente, quieren lograr la atención, la aprobación y el reconocimiento de su colectivo. En caso que estos objetivos no se cumplan, este cambio no tendrá sentido y el sujeto ideara otro.
Reconocimiento que solo será logrado si ese cambio a nivel corporal tiene efectos positivos en la percepción a nivel grupal o si este cambio se adecua a las creencias del colectivo. En este punto, la pretendida originalidad solo tiene sentido si sirve para que el grupo adquiera un hábito, o es una originalidad individual para ser parte de una costumbre grupal.
Algunos adolescentes enfocan tanto su energía en lograr para sí mismo algo original que se utilice para expresar el distanciamiento con papa y mamá y su necesidad de ser visualizado por el grupo, que descuidan sus deberes –estudio, acciones de apoyo dentro del hogar- y/o sus motivaciones –actividades extracurriculares-.
El deseo del adolescente por ser original en contraste con su necesidad de adquirir los comportamientos similares a los grupos que pertenece, es una de tantas ambivalencias que se enfrenta cualquier persona en su cotidianidad, tanto con su ambiente como consigo mismo.
El manejo funcional de estas ambivalencias, comienza cuando las figuras parentales consiguen que su hijo interiorice el concepto acerca que son un equipo de trabajo, y que a pesar de las diferencias entre ellos, pueden actuar como una unidad estructurada.
Adicionalmente, los padres requieren incentivar en su hijo su autoconocimiento y aceptación acerca que cada persona puede tener rasgos contrarios de personalidad, los cuales integrará para dar soluciones originales y productivas a diversas problemáticas.
Dicho proceso comienza en la niñez y tiene un complemento importante durante la adolescencia, periodo en el cual los padres no deben dejar de tener acuerdos entre ellos sobre la formación de su hijo, y permitir que su hijo conozca el camino que usaron para llegar a estos acuerdos.
Del mismo modo, los padres deben mostrar a sus hijos acerca de cómo arreglan sus inconvenientes mediante su capacidad para integrar lados opuestos, y han de retroalimentar a su descendiente en la forma de hacerlo –integrar opuestos- en su vivenciar diario, y retroalimentarlo si notan que tiene alguna resistencia a incorporar los opuestos en una decisión.